Genia Blum
Cuando al fin Winnipeg y su invierno infernal se adentran en la primavera; y las dunas de nieve del porte de una casa se reducen a cerritos grises, el último parche de hielo cubierto de tierra se derrite volviéndose lentamente un puré que se evapora, y el mercurio sigue su ascenso; la ciudad se transforma en otra clase de agujero del demonio, un purgatorio seudo-tropical donde puedes morir de insolación, si no es que los insectos te devoran primero.
Las líneas de calor serpentean a la distancia, los caminos de asfalto se ablandan hasta volverse ríos de regaliz negro; las agrietadas veredas de concreto, dañadas por un ciclo de congelamiento y deshielo, se vuelven lo suficientemente calientes como para freír huevos; y aunque los aspersores de agua tictaqueen el día entero, el sol igual puede abrasar cada brizna de pasto de tu jardín. Mientras la bola de fuego desciende en el horizonte rojo, y las nubes cumulonimbus se acercan para una breve tormenta, una promesa de frescura puede atraerte al exterior. Pero esta es la hora del mosquito, cuyo séquito sediento de sangre emerge al atardecer, hambriento después de estar escondido todo día entre los tejos y los arbustos de forsitia, en las siemprevivas de tu madre que resisten a la sequía, y la hierba alta al borde del jardín que tu padre no se molesta en cortar. Impasibles ante el largo vestido de algodón que pensaste te protegería las piernas, la primera hembra zumbante aterriza. Atraviesa tu piel con la punta de su boca como pajilla, inyecta un anticoagulante para engullir tu sangre con mayor facilidad y, si es que no la aplastas primero, hinchar su panza hasta que parezca un rubí birmano. Más y más miembros del escuadrón te atacan y, alertada por sus zumbidos, comienzas a dar aletazos: aplastas el enjambre de alimañas, salpicas tu propia sangre. Cada picadura deja atrás un bulto palpitante que pica, y acumularás tantos en el curso del verano que te vas a rascar hasta el otoño.
Cuando crecía en Winnipeg, las enfermedades transmitidas por insectos no eran una preocupación, pero las mordidas y las picaduras sí, y los repelentes para insectos eran considerados más importantes que el protector solar. Se aceptaba que los niños se tostaran y despellejaran en el verano, y rara vez se nos exigía a mi hermana y mí a usar un gorro para el sol, pero cada centímetro cuadrado de nuestra piel estaba revestida por un grasoso menjunje químico llamado OFF!, que vendían en la farmacia en una botella o en una lata de aerosol. Mi madre aplicaba capas de ambos contenidos en nuestros cuerpos, para tener un efecto protector que no duraba más de una hora, aunque el maldito olor nos perseguía hasta la hora del baño.
“Deja la ventana cerrada a la noche,” nos indicaba nuestro papá antes de que fuéramos a la cama porque, en las primeras horas de la mañana, un Douglas DC-3 reconvertido con tanques llenos de insecticida iba a volar a la altura de nuestra casa, rociando cada vecindario a ambos lados de los ríos Red y Assiniboine. A veces, fuera de la vigilancia de mis padres, seguíamos a los camiones de nebulización calles y avenidas abajo, atravesando nubes tóxicas, ondulantes, de DDT, solo por diversión. El poderoso compuesto químico eliminaba la malaria en Europa, pero difícilmente afectaba a la población de mosquitos de Winnipeg.
Tiempo después, el DDT sería prohibido, pero aún se usa en países donde la malaria es endémica, como en República Dominicana, en donde un mosquito prehistórico que portaba el parásito de la malaria se encontró conservado en un coágulo de ámbar viejo. Sin embargo, el antepasado más antiguo del insecto fue descubierto al norte de Winnipeg, atrapado en la resina fosilizada de una especie de árbol extinto desde los días en que los dinosaurios aún deambulaban por la tierra. Otros especímenes vueltos ámbar han aparecido en la orilla del Mar Báltico, gemas tan preciadas por mis padres ucranianos que, en mi cumpleaños número dieciséis—un hito en el que mis amigos del colegio recibieron las llaves de sus autos—, a mí me obsequiaron un collar brillante hasta la cintura importado desde lo que en ese entonces era la Polonia comunista.
Aunque nuestras ventanas tenían mallas, las manteníamos cerradas durante el día, por el calor. Sin aire acondicionado, nos escapábamos hacia el frío húmedo de la sala de juegos del subterráneo, donde nos divertíamos con juegos, leíamos, mirábamos la tele, discutíamos y peleábamos cuando nos aburríamos. Los fines de semana, nuestra familia se refrescaba en el Lago Winnipeg, a una hora en auto de la ciudad. Mi hermana y yo preferíamos la Playa Grande con sus magníficas dunas de arena blanca y una rambla con puestos de algodón de azúcar y hot dogs. Mis padres inmigrantes, sin embargo, preferían nadar en la orilla contraria, que pertenecía a la Iglesia Católica Ucraniana, pero que era, en realidad, regida por una banda de mosquitos que le cedía la soberanía de una estrecha franja de costa a una horda de tábanos come-carne. El Parque Ucraniano tenía una infraestructura mínima en esos días: unas cabañas primitivas, unas letrinas, y una iglesia rústica de madera al estilo de los Cárpatos. Mi papá estacionaba su Oldsmobile Super 88 cerca de un rincón de abedules raquíticos y, incluso antes que mi hermana y yo hiciéramos un movimiento para salir, mi madre nos gritaba, “¡Corran, rápido, corran!”, y nos lanzábamos a la orilla a través de una pradera sin segar infestada de mosquitos, quemándonos las plantas de los pies cuando alcanzábamos la arena, saltando por encima de los tábanos viciosos, tirándonos de cabeza al lago. La verdad es que solo en el agua estabas a salvo.
Con su vasta extensión verde azulada, el Lago Winnipeg parecía un océano. Mirando de reojo al sol, protegía mis ojos con mis manos e intentaba llegar a la orilla contraria, siempre indeterminada.
Mientras mi hermana y yo chapoteábamos en el agua, mi papá abría una botella de Molson y se largaba a caminar. Una tenue cadena de pisadas lo seguían en el limo húmedo. Mi mamá se instalaba en una tumbona plegable con un ondeante parasol ajustable. Tras sus elegantes gafas de sol, no nos sacaba los ojos de encima.
La playa podía haber sido una isla desierta, si solo palmeras hubieran crecido de su arena. Flotando bajo el sol dorado, sumergida hasta mi pecho, el resto de mí se horneaba en el calor. Bajé más profundo, hasta que el agua alcanzó mi mentón. Mi mamá se sentó y me hizo señas para que regresara.
Pero el lago estaba en calma y era poco profundo; y los mosquitos estaban escondidos en la maleza.
No empezarían a morder hasta la puesta de sol.
Traducción del inglés: Felipe Orellana Baeza
Genia Blum ist eine schweizerisch-ukrainisch-kanadische Schriftstellerin, Übersetzerin und Tänzerin. Ihre Werke sind in zahlreichen Literaturzeitschriften, sowohl online als auch in gedruckter Form erschienen, wofür sie mehrere Nominierungen für den Pushcart Prize und Best of the Net erhalten hat. “Slaves of Dance”, das auf Auszügen aus ihrem in Arbeit befindlichen Memoir “Escape Artists” basiert, wurde in “The Best American Essays 2019” als Notable Essay verzeichnet. Man findet @geniablum auf Twitter und Instagram oder besucht ihre Webseite: www.geniablum.com